Ir al contenido principal

Niños sin rostro


El progre es ese tío que ha logrado hacer pasar su cinismo por filantropía. La última hazaña filantrópica del progre consiste en reclamar aborto libre, a la vez que prohíbe que los padres puedan propinar a sus hijos un cachete si se ponen brutos. Vista desde la perspectiva progre, la aparente incongruencia de esta hazaña filantrópica adquiere un encadenamiento lógico irreprochable: cuantos más niños podamos meter en la trituradora de carne cuando todavía no tienen rostro, más reparo nos dará golpear el rostro de los que sobrevivan. El drama moral comienza con la decisión de contemplar el rostro del otro; mientras no haya rostro que contemplar, el progre puede hacer como si el otro no existiese. «¿Por qué hoy en día se rechaza el infanticidio, mientras casi se ha perdido la sensibilidad ante el aborto? —se preguntaba el teólogo Joseph Ratzinger en su opúsculo El derecho a la vida—. Quizá sólo porque en el aborto no se contempla el rostro de la criatura que jamás verá la luz». Ojos que no ven, corazón que no siente; y como el progre no está para afrontar dramas morales, cierra los ojos del corazón y mete al niño gestante en la trituradora de carne, antes de que adquiera un rostro humano.

En su afán por no mirar el rostro del otro, el progre ha desarrollado una suerte de antropología bizantina que hace depender la condición humana de una vida gestante de su tamaño, de su viabilidad, de las semanas de gestación, etcétera. El progre nos quiere hacer creer que un feto de diez semanas no merece protección jurídica porque no puede desarrollar una vida independiente de su madre. Pero la inviolabilidad de la vida humana en modo alguno depende de que sea viable por sí misma; más bien al contrario, una vida se torna más valiosa cuando más desvalida se halla, cuando más reclama nuestra ayuda para seguir existiendo, cuando carece de poder y de voz para defenderse. La inviolabilidad de la vida depende, en fin, de nuestra decisión de mirarla de frente, reconociendo en ella una dignidad inalienable. La vida humana no es intangible por el mero hecho de que pueda desarrollar una existencia autónoma: un anciano aquejado de demencia senil o un paralítico amarrado a su silla de ruedas tampoco pueden vivir por sí mismos; y, sin embargo, no se nos ocurriría pensar que por ello carecen de dignidad (aunque la filantropía progre ya se relame con la idea de darles matarile). Naturalmente, para alcanzar a ver la dignidad de una vida gestante, hay que mirarla a través de los ojos del corazón, allá donde reside nuestra libertad para elegir el bien o el mal. Y como el progre rehúye las decisiones morales, como ni siquiera acepta que existan bien y mal, recurre al fisiologismo más mostrenco y dictamina: una vida gestante no es vida, puesto que no tiene rostro. Y puesto que no tiene rostro, no puede ser sujeto, sino objeto del que puedo disponer libremente, objeto que puedo destruir llegado el caso.

Pero el progre, decíamos antes, necesita disfrazar su cinismo de filantropía. Y para justificar la matanza de vidas gestantes necesita invocar derechos. El progresismo es una máquina de hacer derechos como churros; basta con girar el manubrio y arrimar la sartén. Y, así, el progre se saca de su manga de filántropo el «derecho al aborto»: la mujer tiene derecho a decidir sobre su calidad de vida; la sociedad tiene derecho a desembarazarse de niños indeseados para garantizar a los ciudadanos altas cotas de bienestar, etcétera. El progre disfraza de derechos lo que no son sino expresiones del interés más descarnado y egoísta; y, en esta labor de camuflaje, no tiene empacho en negarle la dignidad a la vida, mientras esa vida no tenga rostro. Pero de la mirada que dirigimos a esas vidas sin rostro depende nuestra propia dignidad: cuando las tratamos como objetos de los que podemos disponer a nuestro libre antojo, estamos negando su dignidad, pero también la nuestra. Estamos, sencillamente, dejando de ser humanos.

Y el progre, que ha dejado de ser humano, necesita fingir que lo sigue siendo con aspavientos filantrópicos. Entonces va y prohíbe que a los niños supervivientes de sus carnicerías les peguemos un cachete. Tal vez en el llanto de esos niños cacheteados oiga el llanto mudo de los niños que arrojó a la trituradora, cuando aún no daban la talla. Tal vez en el rostro lloroso de los niños cacheteados vea el rostro de los niños que no llegaron a tenerlo, porque nunca fueron mirados con los ojos del corazón.

Autor: Juan Manuel de Prada

Comentarios

Entradas populares de este blog

La prueba final de amor

John X se levantó del banco, arreglando su uniforme, y estudió la multitud de gente que se abría paso hacia la Gran Estación Central. Buscó la chica cuyo corazón él conocía pero cuya cara nunca había visto, la chica de la rosa. Su interés en ella había comenzado 13 meses antes en una Biblioteca de Florida. Tomando un libro del estante, se encontró intrigado, no por las palabras del libro sino por las notas escritas en el margen. La escritura suave reflejaba un alma pensativa y una mente brillante. En la parte del frente del libro descubrió el nombre de la dueña anterior, la señorita Hollys Maynell. Con tiempo y esfuerzo localizó su dirección. Ella vivía en Nueva York. Él le escribió una carta para presentarse y para invitarla a corresponderle. Al día siguiente, John fue enviado por barco para servir en la Segunda Guerra Mundial. Durante un año y un mes, los dos se conocieron a través del correo, y un romance fue creciendo. John le pidió una fotografía, pero ella se negó. Ella sentía

La inquietante historia de una niña ingenua chateando en Internet

El anonimato que permite la red es un peligro para los menores Los menores suelen estar solos ante los peligros de la red. Esta historia llegó al correo electrónico del director de El Confidencial Digital, Javier Fumero, que la publicó en uno de sus artículos. El caso de esta niña se podría dar en cualquiera de los hogares de nuestros lectores: Tras dejar sus libros en el sofá, ella decidió tomar un bocadillo y meterse en Internet. Se conectó con su nombre en pantalla: ‘Dulzura14′. Revisó su lista de amigos y vio que ‘Meteoro123′ estaba enganchado. Ella le envió un mensaje instantáneo Dulzura14: Hola. Qué suerte que estás! Pensé que alguien me seguía a casa hoy. Fue raro en serio! Meteoro123: RISA. Ves mucha TV. Por qué alguien te seguiría? No vives en un barrio seguro? Dulzura14: Claro que sí. RISA. Creo que me lo imagine porque no vi a nadie cuando revisé. Meteoro123: A menos que hayas dado tu nombre online. No lo hiciste, verdad? Dulzura14: Claro que no. No soy estúpida, Ok! Meteoro