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MONSTRUOS EDUCADOS


Hay en mi vida algo que difícilmente olvidaré. En 1948, siendo yo casi un chiquillo, tuve la fortuna-desgracia de visitar el campo de concentración de Dachau. Entonces apenas se hablaba de estos campos, que acababan de «descubrirse», recién finalizada la guerra mundial. Ahora todos los hemos visto en mil películas de cine y televisión. Pero en aquellos tiempos un descubrimiento de aquella categoría podía destrozar los nervios de un muchacho.

Estuve, efectivamente, varios días sin poder dormir. Pero más que todos aquellos horrores me impresionó algo que por aquellos días leí, escrito por una antigua residente del campo, maestra de escuela. Comentaba que aquellas cámaras de gas habían sido construidas por ingenieros especialistas. Que las inyecciones letales las ponían médicos o enfermeros titulados. Que niños recién nacidos eran asfixiados por asistentes sanitarias competentísimas. Que mujeres y niños habían sido fusilados por gentes con estudios, por doctores y licenciados. Y concluía: «Desde que me di cuenta de esto, sospecho de la educación que estamos impartiendo.»

Efectivamente: hechos como los campos de concentración y otros muchos hechos que siguen produciéndose obligan a pensar que la educación no hace descender los grados de barbarie de la Humanidad. Que pueden existir monstruos educadísimos. Que un título ni garantiza la felicidad del que lo posee ni la piedad de sus actos. Que no es absolutamente cierto que el aumento de nivel cultural garantice un mayor equilibrio social o un clima más pacífico en las comunidades. Que no es verdad que la barbarie sea hermana gemela de la incultura. Que la cultura sin bondad puede engendrar otro tipo de monstruosidad más refinada, pero no por ello menos monstruosa. Y tal vez más.

¿Estoy, con ello, defendiendo la incultura, incitando a los muchachos a dejar sus estudios, diciéndoles que no pierdan tiempo en una carrera? ¡Dios me libre! Pero sí estoy diciéndoles que me sigue asombrando que en los años escolares se enseñe a los niños y a los jóvenes todo menos lo esencial: el arte de ser felices, la asignatura de amarse y respetarse los unos a los otros, la carrera de asumir el dolor y no tenerle miedo a la muerte, la milagrosa ciencia de conseguir una vida llena de vida.

No tengo nada contra las matemáticas ni contra el griego. Pero ¡qué maravilla si los profesores que trataron de metérmelos en la mollera, para que a estas alturas se me haya olvidado el noventa y nueve por ciento de lo que aprendí, me hubieran también hablado de sus vidas, de sus esperanzas, de lo que a ellos les había ido enseñando el tiempo y el dolor! ¡Qué milagro si mis maestros hubieran abierto ante el niño que yo era sus almas y no sólo sus libros!

Me asombro hoy pensando que, salvo rarísimas excepciones, nunca supe nada de mis profesores. ¿Quiénes eran? ¿Cómo eran? ¿Cuáles eran sus ilusiones, sus fracasos, sus esperanzas? Jamás me abrieron sus almas. Aquello «hubiera sido pérdida de tiempo». ¡Ellos tenían que explicarme los quebrados, que seguramente les parecían infinitamente más importantes!

Y así es como resulta que las cosas verdaderamente esenciales uno tiene que irlas aprendiendo de extranjis, como robadas.

Y yo ya sé que, al final, «cada uno tiene que pagar el precio de su propio amor» -como decía un personaje de Diego Fabri- y que las cosas esenciales son imposibles de enseñar, porque han de aprenderse con las propias uñas, pero no hubiera sido malo que, al menos, no nos hubieran querido meter en la cabeza que lo esencial era lo que nos enseñaban. De nada sirve tener un título de médico, de abogado, de cura o de ingeniero si uno sigue siendo egoísta, si luego te quiebras ante el primer dolor, si eres esclavo del qué dirán o de la obsesión por el prestigio, si crees que se puede caminar sobre el mundo pisando a los demás.

JLMD

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