La idea de ir a la JMJ de París, en el año 1997, no me emocionaba. Tenía una imagen equivocada de la Iglesia, sólo me venían a la cabeza personas mayores, no había encontrado nada que fascinara mi corazón. Pero, al mismo tiempo, me atraía la posibilidad de volver a Francia: me encantaba viajar, aprender idiomas, conocer gente...¡Dios es genial! Se inventa lo que sea para llegar hasta ti. Así estaba con mis 15 años cuando Juan Pablo II, a través de una profesora, me invitó a la JMJ y, misteriosamente, fui. A partir de entonces, no podía dar crédito a lo que veían mis ojos: ¿de dónde había salido ese millón de jóvenes cristianos? Me impactaba su forma de quererse, eran capaces de divertirse sanamente, hablaban de Cristo con normalidad. La figura blanca de Juan Pablo II, tan mayor, entre tantos jóvenes, hablaba por sí sola. Lloraba, no de emoción, sino ante la belleza del cristianismo. Aquel encuentro me cambió la vida. http://www.alfayomega.es/Revista/2011/745/10_raices3.php