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De Wall Street a monje de periferia



Un currículum excelente, de aquellos que hacen saltar a las multinacionales (con o sin crisis). Triangulaciones continuas entre París, Nueva York y Londres. Departamento parisino, con una amplia vista a la Torre Eiffel. Las puertas de Wall Street que se abren de par en par. El mareo de estar maniobrando millones de dólares. Una seguridad que te viene de tu propia aptitud, construida con inteligencia y dedicación. Y la cuenta del banco que se eleva, junto a las brillantes promesas del futuro. Un edificio perfecto, construido ladrillo a ladrillo, por Henry Quinson.


A los ojos de todos –amigos, parientes, colegas– el joven trader es la encarnación del hombre de éxito. Pero a pesar de haber entrado en la élite de unos de los institutos de crédito franceses más importantes, el banco Indosuez, Quinson –un franco-americano, nacido en 1961– no conoce la voracidad del “conquistador”. Su perfil no concuerda con ese particular característico de un manager (la reciente crisis que ha infectado las economías de medio mundo ha desvelado a muchos de ésos), dispuesto a ocultar las cartas bajo la manga. Años después, cuando su vida sea puesta a prueba, Henry Quinson pondrá a fuego su “enfermedad”, esa polilla que corroía su vida aparentemente perfecta, esa inquietud que le impedía gozar plenamente sus éxitos.

Con candor, lo llama un “hándicap espiritual”. La sed de riqueza se desmenuza, el ansia de poder explota como una burbuja ante una invasión que Quinson experimenta como «una paz indecible»: la fuerza de la oración. Pero al ex manager no le basta ser un religioso, quiere ser un «enamorado». «Es –escribe en su diario-testimonio, Del champán a los salmos. La aventura de un banquero de Wall Street convertido en un monje de la periferia– una cosa absolutamente loca: debo abandonar todo por Él».

Ahora en la periferia Del hombre que, en 1989 cosechaba éxitos en ese mundo de la finanza, competitivo hasta el canibalismo, hoy no queda casi ni una señal. El agente de Wall Street desapareció. En su lugar ha quedado el monje: monje de “periferia”, como se define. ¿Una fulguración? Más bien, una escalada. Fatigosa. A veces incierta. Acompañada de un trabajo intelectual, de una búsqueda que lo lleva a experimentar, a entrar en el monasterio de Tarnié, a hospedarse en la comunidad de Bosse, a preguntarse continuamente cuál será su camino.

Quinson se siente suspendido entre la decisión monástica y el tormento por un mundo que lo clava y, al mismo tiempo, lo asusta. Una búsqueda que, finalmente, encuentra su meta. Marsella. Las periferias llenas de la llegada de inmigrantes, magrebíes en su mayoría. Zonas de confines en los que el Islam se vuelve cada día más agresivo. Esa “línea sísmica” a través de la cual el Norte y el Sur del mundo se olfatean, se encuentran, se complementan.

Degradación. Desocupación. Pobreza. Son los males que se anidan detrás de esas casas prefabricadas, todas iguales, sin ningún brillo estético, nacidas como una solución arquitectónica provisional, pero que se han convertido en “nido” de las sucesivas olas migratorias.

El análisis del monje-banquero es lúcido: las periferias son el lugar en el que se encuentran las «lógicas tribales», que la mayoría de las veces traen los inmigrantes, y «la cultura individualista del Occidente», una cultura que reduce todo a beneficio.

Fundar una fraternidad ¿Cómo obrar? ¿Cómo transformar los errores en fuente de riquezas? La respuesta es neta: meterse a la par con quien vive y lucha en las periferias. Nada de superioridad, nada de distancias por encima del techo. Más bien experimentar, día a día, la cercanía. Éste es el camino que el monje siente como suyo, que le pertenece íntimamente: fundar una fraternidad, que tenga como primera regla acoger. Quinson sabe que sólo el conocimiento mutuo puede anular esa visión del otro, detrás de la cual muchas veces nos enraizamos: una visión muchas veces «de caricatura, ideológica».

¿Objetivo número uno? Los jóvenes. Recuperarlos, poniendo el peso en la enseñanza. La lengua es la primera barrera que hay que tumbar: un muro separa no sólo a los alumnos y a los profesores en los bancos del colegio, sino, al interno de las mismas familias, a hijos y a padres.

El otro punto de fuerza: la comunión. De la soledad, del no conocimiento, nace la difidencia, el odio. La receta está en mezclar los mundos, favorecer los encuentros. Éste es, pues, el programa que el monje de las periferias se traza como regla de vida: «Comunión en las pruebas difíciles y en el recíproco perdón, comunión en la oración fraterna y en la acogida del prójimo».

Wall Street no habita ya más por estas partes…

Traducción al español de un artículo de Luca Miele, en el diario italiano Avvenire

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