Pues ahí lo tenemos: el aborto convertido en derecho; esto es, en bien jurídico amparado por la ley, que a partir de hoy se ocupará de velar por su protección efectiva y de remover cualquier obstáculo que trate de impedir su libre ejercicio. ¿Y qué son los médicos que invocan la objeción de conciencia para negarse a perpetrar un aborto o las universidades que se niegan a enseñar las técnicas para perpetrarlo, sino obstáculos que la ley se encargará de remover? Sospecho que ni siquiera los detractores de la nueva ley son capaces de vislumbrar su verdadero alcance: un médico que, a partir de hoy, rechace su participación en un aborto invocando la libertad de conciencia se convertirá ipso facto en un delincuente; y lo mismo le ocurrirá a una universidad que invoque la libertad de cátedra para excluir de su programa académico la enseñanza de las técnicas abortivas. Porque ni la libertad de conciencia ni la libertad de cátedra pueden ser baluartes contra el ejercicio de un derecho; y eso es el aborto a partir de hoy: el derecho a exterminar vidas inocentes porque nos da la real gana, en un acto de libre disposición. Y quien se oponga a la consecución de ese derecho será llamado, desde hoy, criminal.
Así actúa la lógica del mal: primero encumbra con desfachatez nominalista un crimen a la categoría de derecho; y, después, siguiendo un irreprochable método deductivo, califica de criminales a quienes estorban su libre ejercicio. Con los médicos que se nieguen a perpetrar abortos se elaborarán, por el momento, listas negras que dificulten su traslado y entorpezcan su promoción; pero esto es tan sólo el aperitivo de lo que viene después: en apenas unos años, los médicos antiabortistas -los pocos que para entonces queden- serán reos de delito y conducidos a la cárcel; las universidades que se nieguen a enseñar a sus alumnos cómo se trocea un feto serán clausuradas por orden gubernativa, y sus responsables enviados también a la cárcel. Así se cumplirá lo que Thoreau anticipaba en su opúsculo Desobediencia civil: «Bajo un Estado que encarcela injustamente, el lugar del hombre justo es la cárcel. Es la única casa en la que se puede permanecer con honor». Allí también estaremos, desde luego, quienes nos atrevamos con nuestra pluma a seguir calificando el aborto de crimen; que seremos, por cierto, muy pocos. Y, ante los ojos de la masa cretinizada, apareceremos, en efecto, como criminales que se oponen al progreso de la Humanidad (la mayúscula que no falte); y probablemente, mientras nos lleven esposados ante un juez, o mientras nos introduzcan en el furgón policial que nos conducirá a la celda, seremos vituperados y escupidos, como se suele hacer con los criminales más sórdidos.
Analicemos el modus operandi de la lógica del mal: un médico que se opusiera a que sus pacientes reciban una transfusión de sangre sería apartado de su puesto y conducido a la cárcel, pues estaría negándoles el derecho a la salud; lo mismo le ocurriría a un profesor que desde la cátedra se declarase contrario al acceso de las mujeres al mercado laboral. Ni la objeción de conciencia ni la libertad de cátedra pueden alegarse para amparar la conculcación de derechos. Y, desde el momento en que la ley institucionaliza el crimen, encumbrando el aborto a la categoría de derecho, el médico que se niega a perpetrarlo es como el médico que se niega a realizar una transfusión de sangre; el profesor que se niega a enseñar cómo se practica es como el profesor que se declara contrario al acceso de las mujeres al mercado laboral: criminales confesos sobre quienes debe caer el peso de la ley. Así ocurrirá, más temprano que tarde; y las cárceles se convertirán, como intuyó Thoreau, en la casa de los justos; de los pocos justos que, para entonces, aún no hayan flojeado en sus convicciones
Juan Manuel de Prada
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