En el debate sobre la eutanasia hay un ingrediente de «truhanería compasiva». El bueno de Bernat dijo hace algún tiempo, para alborozo de la parroquia eutanásica: «Tu cuerpo es tuyo, eso es socialista»; donde subyace la negación de una instancia divina que pueda determinar lo que debemos hacer con nuestro cuerpo.
Según el apotegma del bueno de Bernat, cada individuo puede disponer de su vida como le viene en gana, en un ejercicio de voluntad soberana; y este principio de autonomía de la voluntad sería el que justificase la eutanasia. Pero la autonomía de la voluntad individual es el espantajo que la parroquia eutanásica enarbola para distraer nuestra atención de lo que en verdad persigue, que es exactamente lo contrario.
Pues la parroquia eutanásica, a la vez que niega que una instancia divina pueda establecer los límites de la vida, postula que una instancia humana –¡con certificado progre, of course!– los establezca en su lugar. De modo que donde el bueno Bernat dice «tu cuerpo es tuyo» debe añadirse «... y el de tu prójimo también».
Que es lo que ocurre en este caso de la italiana Eluana, a quien nadie le ha preguntado si desea quitarse la vida; y como esta pregunta Eluana no parece en disposición de responderla, llega entonces la parroquia eutanásica y nos dice: «Pues, a falta de respuesta de Eluana, nosotros decidimos por ella y le damos matarile».
Erigirse en juez omnímodo sobre las vidas ajenas no parece conjugarse demasiado bien con el principio de autonomía de la voluntad que la parroquia eutanásica enarbola a modo de coartada. Entonces hay que desplegar una estrategia propagandística de confusión que, a simple vista, parezca un ejercicio de filantropía. Primeramente, ha de lograrse que la sociedad restrinja su concepción de «vida humanamente digna»; de esta concepción restringida debe quedar expulsado el quebranto físico y moral, las enfermedades incurables, la decrepitud.
Una «vida humanamente digna», para la parroquia eutanásica, es aquella que puede disfrutarse en plenitud; la vida doliente, acechada por los padecimientos, se convierte de inmediato en vida indigna y prescindible. Para imponer esta concepción (contraria al impulso natural del hombre, que lo empuja a aferrarse a la vida) se recurre a calculadas campañas de «concienciación social», que básicamente consisten en pillar a enfermos atenazados por la desesperación, afianzarlos en su propósito suicida y exhibir carroñeramente su muerte en directo, convirtiéndolos en modelos de ejemplaridad pública.
Convertir a alguien en modelo de ejemplaridad pública significa decir: «Tú en su lugar harías lo mismo». Esto es: tú tampoco soportarías los padecimientos que esa persona soportaba; tú tampoco serías capaz de vivir postrado en una silla de ruedas, o conectado a una máquina. Y, una vez logrado esto, el deslizamiento moral que propone la parroquia eutanásica es el siguiente: «Y esos sufrimientos que no querrías para ti, ¿por qué permites que los sufran otros?». De donde se desprende que a los enfermos postrados en una silla de ruedas, o conectados a una máquina, hay que darles matarile por compasión.
Naturalmente, se trata de una compasión falsificada: pues lo que la verdadera compasión anhela es compartir el sufrimiento ajeno; lo otro es desapasionamiento e impiedad. Y detrás de la impiedad siempre hay un interés utilitario, que en este caso no es otro que librarse de las vidas que se han convertido en una carga gravosa.
Y el sarcasmo eutanásico se completa cuando a los que se resisten a comulgar con tanta impiedad se les tacha de impíos fundamentalistas, esclavos de una instancia divina. ¿Para qué hace falta una instancia divina, si nuestros progres se lo guisan y se lo comen todo, erigidos en jueces omnímodos
Juan Manuel de Prada
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