Hay un artículo de Vicente Verdú, en “El País”, que roza una verdad escasamente reconocida hoy: que la maternidad (o paternidad) corre el riesgo de banalizarse al quedar convertida en un acto de posesión, en el capricho de quien “adquiere” un niño como quien comprase una mascota: ¿Un hijo o una mascota? ¿Una mascota, un hijo o un robot. Todo es celebrar las múltiples opciones de concepción de la mujer actual: con y sin sexo, con o sin óvulo propio, con o sin pareja, con o sin edad fértil. Pero, entre tanto, ¿qué dice el niño?
Eso, qué dice el niño, es lo esencial. Porque “la ventaja de la mascota sobre el niño es que se adapta con mayor facilidad, se somete con menor resistencia y, en general, es incomparablemente agradecida”. Un animal doméstico es así aunque se haga adulto y se caiga de viejo. Por eso no es sujeto de derechos ni de deberes. Por eso se puede ser titular de su propiedad hasta que se muera. Una criatura humana es otra cosa: un ser inteligente y libre, con unos derechos inherentes a esa condición. Ser padre, ser madre, no es una decisión equiparable a la de irse a vivir a un adosado o cambiar de empleo.
Hace poco, alguien expresó una idea temible en su aparente inocencia progresista: “ser madre ha pasado de ser una misión a ser una opción”. Lo de misión, claro, está dicho en sentido peyorativo. Pero el concepto de opción parece ligado, en este contexto, a una soberana disposición del que opta sobre el objeto de su acto libre. La contrapartida de la opción libre, sin embargo, no es la posesión, o el completo dominio sobre el objeto, en este caso el hijo. La contrapartida es la responsabilidad. Y aquí es donde entra lo de la misión. Que yo llamaría, con término más exacto, vocación, pues es lo que requiere la responsabilidad sobre seres humanos. Vocación sugiere entrega, decisión irrevocable, frente a la mayor revocabilidad de la simple “opción”.
Una maternidad concebida como posesión lleva, sí, al tratamiento del niño como mascota, a la que se acaricia, se mima, se colma de caprichos, pues existe para su placer y el mío, sin más quebraderos de cabeza. El resultado, en los seres humanos, se llama malcrianza. O sea, todas esas “opciones” que corretean por ahí dando tormento a vecinos, profesores y a los propios padres. Aunque sea la obra, llamémosle más “panfletaria” de Miguel Delibes, debería ser obligatorio leer “Mi idolatrado hijo Sisí” para todos los que, tarde o temprano, hayan de realizar una opción. Allí está la clave del asunto, mejor expuesta de lo que yo lo pueda hacer aquí y ahora.
Jesús Sanz Rioja
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