Hace algún tiempo trabajé en un sitio en el que la sola mención del término Iglesia generaba un verdadero arrebato de ira en muchos de mis compañeros. A renglón seguido, solía tener lugar un curioso fenómeno muy habitual en España. Al hablar de religión, el español medio se transforma en paladín del laicismo mal entendido, revestido de un supuesto progresismo que muchas veces sólo esgrime porque cree que le rejuvenece. El monólogo –que nunca conversación– del atacante del catolicismo solía estar plagado de los mismos tópicos que algunas tertulias radiofónicas repiten una y otra vez: que si las Cruzadas, que si la Inquisición, que si los tesoros del Vaticano, que si la falsa moral... Con semejante panorama, ¡cualquiera tenía el valor de decir abiertamente que, cada día, al salir del trabajo, me metía, casi a escondidas, en una iglesia que estaba de camino a casa! Muchos días tenía la desagradable sensación de estar absolutamente sola. Una tarde, en misa, giré la vista y me encontré con ...