A muchos de nosotros –miles, millones, la mayoría- jamás nos caerán en la lotería de la vida esos diez minutos de fama de los que habló el pobre Andy Warhol. ¿Y qué?: nosotros, los ilustres desconocidos, somos las verdaderas señas de identidad de la realidad. A nosotros, a vosotros, pues, describo. Sueles asomarte a la ventanilla –cerrada- de mi coche en un semáforo del atardecer. Y tu largo y quejumbroso gemido –“poooor favoooor”- cierra mi día con una sombra de mal sueño. O, tal vez, lo que hagas sea despertar mi adormecida conciencia con ese susurro de paloma sin pitanza. También te veo –no eres la misma, claro, pero todas habéis llegado de más allá, de lo que no conocemos ni deseamos saber- en otras calles, con otras luces… A veces, fatigada y sola, te apoyas en una valla o te sientas en un bordillo con la mirada alerta y al tiempo, qué sé yo, como perdida. Siempre, eso sí, llevas en brazos, como a un niño, la resma de papelote, áspero y mal impreso: La Farola, a veinte duros el e...