Se cuenta que entre los cortesanos y aduladores de Isabel de Inglaterra se contaba un renombrado bailarín cuyo nombre era Tomás Pondo. Su apellido Pondo ya denotaba su ascendencia italiana.
Tanta era su fama como bailarín, tan bien ejecutaba todas las piezas que se le pedían, que al terminar cada una de ellas resonaban estruendosos aplausos y peticiones de que fuese bisado e! número que acababa de ejecutar.
Pero llegó un día en que se hallaba tan rendido por las constantes repeticiones de los números, que las fuerzas no le sostenían para otra nueva repetición.
-¡El bis, el bis! Repítelo.
La enorme sala de baile estalló como una catarata hirviente de voces con las que se pedía que Pondo repitiese el número. El hizo un gesto como dando a entender a los allí reunidos que le faltaban las fuerzas para ello y que no podía en modo alguno repetir ni un número más.
Entonces, la voz de la reina se sumó a la de los demás para ordenarle que el número había de ser repetido, por el cual Pondo no tuvo más remedio que acceder a ello.
Por complacerla, y más que por esto por acatar lo que en el fondo era sólo una despótica orden, el pobre Tomás repitió la danza. Mas en los últimos giros le sobrecogió el vértigo y cayó al suelo. Al verlo, todos soltaron una gran carcajada y la reina, por todo comentario, le obsequió con este dicterio:
-¡Levántate, buey!
El pobre bailarín oyó el insulto, se mordió los labios y se levantó amargado. Al día siguiente huyó a su retiro campestre y no compareció jamás ante la Corte en lo sucesivo.
Cierta o no la anécdota, tales son las recompensas que da la gente. Y ejemplos reales podríamos contar muchísimos. No importa el mayor o menor «glamour» que tengan.
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