Una historia sobre la importancia del sacerdote como medio del perdón de Dios en la confesión
Cierto día, en Misa un amigo dirigiéndose a otro le comentaba:
-Me alegra que por fin te hayas decidido a confesarte... y comulgar.
- ¿Confesarme yo?, decía el interpelado. No, no soy tan tonto. Los curas no son necesarios; son hombres como tú y como yo. Lo que hago es confesarme con Dios: le cuento lo que me pasa, le pido perdón y listo.
- Es asombroso -respondió su amigo- lo inteligente que eres. La verdad, es posible que tengas razón y que todos los demás seamos unos imbéciles. Lo que no me cabe en la cabeza es como un hombre de tu inteligencia se queda en la mitad.
- ¿La mitad?. No te entiendo, preguntó a la vez el otro.
- Sí hombre, contestó. Tú has comulgado y te has arrodillado ante el Sagrario. Pues bien, dada tu mente inteligente y abierta lo más lógico sería que fueses al mercado comprases un poco de pan, lo consagrases tú, comulgases, y te guardases el resto en una urna, ¿no? Pero ¿quedarte a medias?...
- Yo no puedo consagrar; ese poder Dios se lo dió sólo a los sacerdotes, y... gracias amigo, me has hecho ver claro. Tengo suerte, aún hay un confesionario.
Agustin Filgueiras
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