El señor Raimundo es un hombre que da miedo; no es que sea un ogro o que lleve unas barbas, debajo de las cuales pueda hacer nido una golondrina. No. Es un hombre aparentemente normal, de nariz aguileña, ojos negros y cejas muy arqueadas; pero -ahí está el pero-, tiene un genio de mil demonios. Cualquier cosa le irrita y le pone furioso. Cuando uno tiene que decirle algo importante que le afecta a él, es necesario dar algunos rodeos y valerse de muchos circunloquios; y aun así, a veces estalla la tormenta y salen de su boca sapos y culebras.
Una mañana, cuando el sol doraba ya la cumbre de las montañas, estaba yo sentado sobre la hierba mullida de un prado ameno y apacible, cuando acertó a pasar el señor Raimundo por la vereda. Llevaba en la mano una caña de pescar.
-¡Eh, señor Raimundo! -exclamé-. ¿Cómo va usted a pescar tan de mañana? ¡Pero si aún estarán durmiendo las truchas! ¿No sabe usted que no abandonan el lecho hasta que el sol convierte el agua del río en un cristal?
El señor Raimundo, cosa insólita en él, se sonrió y se dirigió hacia donde me hallaba tumbado. Se sentó a mi vera y le dije:
-A usted le ocurre algo. Hace días que está muy taciturno y huye del trato de la gente. ¿Acaso se propone usted ingresar en un convento de cartujos?
-Es que he tomado una determinación y me dispongo a cumplirla: abandono el pueblo.
-¿Y por qué lo abandona usted?
-Porque nadie me quiere y la gente huye de mí.
-¿Y por qué huye de usted? Porque no sabe tratarla bien. Sea amable, respete las opiniones ajenas, y la gente le tratará afectuosamente. Ahora va usted a pescar; ¿Qué ocurriría si en vez de poner cebo en el anzuelo, colocara un explosivo y lo hiciera estallar? Los peces huirían despavoridos. Los que tienen mal carácter suelen decir: «La gente huye de mí», cuando son ellos los que con su intemperancia se alejan de la gente. Y alejan a la gente.
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