
Ayer le pregunté a un septuagenario si se había leído El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, y me dijo que sí, que allá por la adolescencia le hizo bien, aunque se acordaba de pocos detalles, de la cuchillada del eternamente joven Dorian al cuadro que desaguaba toda su corrupción moral y poco más. Sin embargo, sabía que aquella obra se movía en una atmósfera de encrucijadas. Decía Flaubert que el hombre es, por encima de todo, un ser insuficiente para el bien y para el mal, y que la mayor parte de su vida transcurre en pensamientos ociosos. Sin quitarle razón, hay momentos en que uno se la juega, y la insuficiencia habitual se solidifica en una decisión que implica toda su persona. Wilde nos lo subraya en dos momentos magníficos. Al inicio de la novela, Dorian no soporta advertir que el retrato que le hace Basil, el artista, no envejecerá jamás, mientras él tendrá que pasar por todas las fases de decrepitud hasta morir. Entonces, realiza lo que posteriormente llamará un juramento, o una plegaria en voz alta, de no aceptar esa infame ley natural.
Y en el momento final de desvelar el cuadro delante de Basil, que asiste aturdido ante la imagen anciana y cadavérica de su propia obra, el artista le dice: «Por el amor de Dios, Dorian, ¡qué lección!, ¡qué terrible lección! Reza, Dorian, reza. No nos dejes caer en la tentación, perdónanos nuestros pecados. Repitámoslo juntos. Nunca es demasiado tarde, Dorian. Arrodillémonos e intentemos recordar una oración. ¿No hay un versículo que dice: Aunque tus pecados sean como la púrpura, yo los convertiré en la nieve más blanca?» Pero Dorian, obstinado en que existe un destino que arrastrará con él aquella primera decisión, decide acabar con la vida de Basil.
Este arco-secuencia, clave de la obra y de la vida del mismo Oscar Wilde, que terminará aceptando el Bautismo en la Iglesia católica, queda arrumbado en la reciente adaptación cinematográfica. La película de Oliver Parker es un muestrario de secuencias en el que vemos a Dorian enfangado en el placer hasta el corvejón. Los detalles que nos regala Parker son los que Wilde obvia, y se olvida de la dimensión trascendente de la novela. Si esta actualización de los clásicos supone su deshuesamiento, las nuevas generaciones andarán huérfanas del asomo de verdad que siempre promete el arte.
Javier Alonso Sandoica
Alfa y Omega
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