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OLVIDOS PREOCUPANTES. EDUCAR EN SOBRIEDAD


El mundo de los olvidos es interesante, con grandes implicaciones de carácter psicológico y que, últimamente, ofrece aspectos inquietantes. No me refiero a los que se olvidan números de teléfono, nombres de amigos o asuntos importantes que no admiten espera; estoy pensando en los que dejan olvidadas cosas o personas.
Un caso curioso fue el de un amigo mío que se dejó olvidada a su mujer en la cola del cine. Llegaron a la taquilla, había una cola moderada y mi amigo rogó a su esposa que aguardara en ella mientras él aprovechaba para tomarse un café en el bar más cercano. En el bar se encontró con un viejo amigo de la infancia, se pusieron a charlar, y se olvidó de su mujer. ¿Qué hizo la mujer? Sacó las entradas; esperó; dejó una de ellas al portero, con el apellido de su marido; a media función no aguantó más y salió del cine... Y cuando llegó a su casa dispuesta a llamar a la comisaría, se encontró a su marido esperándola. Es decir, fue un olvido relativo, porque acabaron encontrándose e, incluso, pudieron llegar a las manos.

Más bien estaba pensando en olvidos de objetos importantes, que en su día tuvieron dueño y que, de repente, parecen convertirse en bienes mostrencos. Por ejemplo, el otro día apareció en el jardín de mi casa un balón de reglamento, pero no un balón cualquiera, de esos de imitación, sino un balón de legítimo cuero inglés, con su marca impresa, hinchado, satinado y apto para jugar con él una final de la Copa del Mundo. Pregunté a mis hijos, a mis nietos: «¿De quién puede ser este balón?» Se limitaron a mirarlo de reojo, diciendo lacónicamente: «Se lo habrá dejado olvidado algún chaval.» Supongo que se referirían a alguno de los chavales, amigos suyos, que de vez en cuando honran con su presencia el jardín de mi casa. Lo curioso es que han pasado las semanas, los meses, y nadie reclama un balón que hubiera hecho la felicidad de los muchachos de cualquier generación que no fuera esta.

Porque a esta generación de adolescentes le pasan cosas muy raras con eso del consumo. El más notable, a mi entender, fue el caso de Boni Martín, seudónimo con el que disimulo el verdadero nombre de un muchacho que residía en una urbanización de lujo en la zona noroeste de Madrid. Este llegó a olvidarse de dónde había dejado la moto. Salía de casa en moto y volvía sin ella porque no se acordaba dónde la había dejado. Bien es cierto que era hijo único y disponía de varias motos; como no tenía la edad para conducirlas por vías públicas, le llevaban al colegio en coche con chófer, y un remolque transportaba dos o tres motos, que prestaba a sus amigos para echar carreras durante el recreo.

Tanto me impresionó aquel caso que escribí una novela, titulada La leyenda de Boni Martín, en la que mi buen amigo el doctor Vallejo-Nágera consigue curar al chico por un procedimiento un tanto rocambolesco que no viene al caso. Pero lo que sí viene al caso es que la novela estaba destinada, de acuerdo con la problemática del protagonista, a un público adolescente, y editada, por tanto, en una colección para jóvenes. Cuál será mi sorpresa cuando me entero de que en un determinado colegio habían calificado dicho libro como de recomendada lectura no para los chicos, ¡sino para los padres! La razón que me dio el director del centro fue que la culpa de lo que consumen los hijos la suelen tener, por regla general, los padres.

Más me sorprendió que en un colegio al que fui invitado a participar en un libro-fórum sobre libros míos, me encontré que el seleccionado había sido, precisamente, La leyenda de Boni Martín. Me sorprendí porque entendía que el problema que en él se reflejaba era consecuencia de un mundo de ricos caprichosos, y aquel colegio estaba situado en un barrio periférico, humilde, de clase honrada y trabajadora. Lo comenté con la profesora encargada del coloquio, quien me replicó contundente: «El problema es el mismo; a otro nivel, pero el mismo. Los padres les dan más de lo que pueden y los chicos no se cansan de pedir y acaban por apreciar poco todo lo que tienen.»

El caso es que por mi casa, como consecuencia de nuestra estructura de familia numerosa, pasa mucha gente (a veces pienso que demasiada), y es asombroso ver las cosas tan valiosas que se olvidan en ella, sin que nadie las reclame. O que pasen meses sin acordarse de que fue allí donde se dejaron un chaquetón de piel que haría las delicias de un minero de Alaska.

Se olvidan de las cosas porque se olvidan de lo bueno que es tener, sólo, lo justo y lo necesario.

Jose Luis Olaizola

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