Una de las mejores novelas de Evelyn Waugh cuenta la historia de un periodista de la Inglaterra victoriana que es enviado por un diario londinense a cubrir las noticias de una guerra en el Este de África.
El reportero sale de la Victoria Station, atraviesa el continente, llega a Egipto y se sube a un tren que le tiene que conducir a su destino. El trayecto es incómodo y largo. Se duerme profundamente, las estaciones van pasando en la oscuridad de la noche, y al despertar se encuentra en una población de mala muerte y muy alejada del escenario de la guerra.
Se hospeda en una pensión, sigue durmiendo, y al día siguiente, desde su habitación destartalada, empieza a teclear en su máquina de escribir unas grandes batallas imaginarias. Acude a la estafeta de correos y envía a Londres la primera crónica bélica para su diario. El director lee aquel relato con fruición y lo coloca a cinco columnas en portada.
Los desafortunados colegas que están cubriendo la guerra verdadera reciben telegramas con serias broncas de sus respectivos editores. No se han enterado de la noticia que la competencia publica tan aparatosamente. Lo mismo ocurre al día siguiente. Y toda la semana. La situación acaba en que los reporteros que informan desde hace meses sobre la guerra verdadera se desplazan en un camión hasta el lugar de los supuestos enfrentamientos armados. Y no encuentran nada. Reina una paz absoluta. Pero da igual. Empiezan también ellos a enviar crónicas sobre una serie de batallas terribles, que crean una gran tensión política en Europa. Finalmente, la guerra se declara allí donde había una paz y una tranquilidad totales.
Toda esta famosa historia puede servirnos para pensar en algunas pequeñas situaciones diarias en las que se exageran unas cosas y se inventan otras, al principio de modo quizá leve, o incluso inocente, pero que se acaban enredando en conflictos nada leves ni inocentes sino realmente dañinos.
Quizá empiezan por un querer “adaptar” un poco la versión real de las cosas, para así quedar mejor, o para justificarse, o para dejar mal a otros, o para satisfacer la envidia o el rencor. Y así, sin haberlo buscado, se generan situaciones con difícil marcha atrás. Lo que quizá empieza como una pequeña mentira piadosa —que nunca lo son— acaba con facilidad en un enredo grande y absurdo.
Casi siempre se parte de una retórica de autoencumbramiento, o de ligereza narrativa, que, cuando uno quiere darse cuenta, le ha llevado a una dinámica irrefrenable de complicación en la que, fácilmente, la verdad es un enojoso escollo que hay que obviar. “No dejes que la verdad te estropee un buen reportaje”, se repite con frecuencia como resumen de esas situaciones. No dejes que la verdad te chafe un estupendo relato que confirma tus teorías o tus sospechas. No dejes que la verdad te cierre el camino hacia un logro que ansías. No dejes que la verdad te perjudique. Son, todos ellos, principios y normas de conducta de muchas personas que, como Pilato, pretenden luego tranquilizar su conciencia recurriendo con displicencia a eso de “¿Y qué es la verdad?”. Lo dicen quizá para así no pensar mucho en que esa actitud contradice lo más íntimo de su naturaleza, pues ya decía Aristóteles que una prueba clara de que la verdad existe es que a nadie le gusta que le llamen mentiroso.
Lo cierto es que si una persona no se acostumbra a cerrar la puerta a esos razonamientos engañosos, es fácil que pronto se convierta en un cínico, más o menos simpático o desenvuelto, pero sin duda lo será. Y como decía Stefan Zweig, una de las misteriosas leyes de la vida es que descubrimos siempre tarde sus auténticos y más esenciales valores: la juventud, cuando desaparece; la salud, tan pronto como nos abandona; y la libertad, esa esencia preciosísima de nuestra alma, sólo cuando está a punto de sernos arrebatada o ya nos ha sido arrebatada. La lucha por conservar la libertad interior es en gran parte una lucha por respetar la verdad que está inscrita en la misma naturaleza de las cosas. Es quizá la lucha más consciente y tenaz que debe librar el hombre para no enredarse con los agasajos de la mentira. Y aunque no suela aparecer externamente con tintes de tragedia o de heroísmo, de sobra sabemos que es una lucha decisiva para la vida de cualquiera.
Alfonso Aguiló
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