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Homilía de Benedicto XVI en el tercer aniversario del fallecimiento de Juan Pablo II


Queridos hermanos y hermanas:

La fecha del 2 de abril ha quedado grabada en la memoria de la Iglesia como el día del adiós a este mundo del siervo de Dios el Papa Juan Pablo II. Revivamos con emoción las horas de aquel sábado por la tarde, cuando la noticia del fallecimiento fue acogida por una gran muchedumbre en oración que llenaba la Plaza de San Pedro. Durante varios días, la Basílica Vaticana y esta Plaza se convirtieron verdaderamente en el corazón del mundo. Un río ininterrumpido de peregrinos rindió homenaje a los restos del venerado pontífice y sus funerales supusieron un ulterior testimonio de la estima y del afecto que se había conquistado en el espíritu de tantos creyentes y personas de todos los rincones de la tierra.

Al igual que hace tres años, tampoco hoy ha pasado mucho tiempo tras la Pascua. El corazón de la Iglesia se encuentra todavía sumergido en el misterio de la Resurrección del Señor. En verdad, podemos leer toda la vida de mi querido predecesor, en particular su ministerio petrino, según el signo de Cristo Resucitado. Él sentía una fe extraordinaria en Él, y con Él mantenía una conversación íntima, singular, ininterrumpida. Entre sus muchas cualidades humanas y sobrenaturales, tenía una excepcional sensibilidad espiritual y mística.

Bastaba observarle mientras rezaba: se sumergía literalmente en Dios y parecía que todo lo demás en aquellos momentos fuera ajeno. En las celebraciones litúrgicas estaba atento al misterio en acto, con una aguda capacidad para percibir la elocuencia de la Palabra de Dios en el devenir de la historia, penetrando en el nivel profundo del designio de Dios. La santa misa, como repitió con frecuencia, era para él el centro de cada día y de toda la existencia. La realidad «viva y santa» de la Eucaristía que le daba energía espiritual para guiar al Pueblo de Dios en el camino de la historia.

Juan Pablo II expiró en la vigilia del segundo domingo de Pascua, «el día que hizo el Señor». Toda su agonía tuvo lugar en ese «día», en un espacio-tiempo nuevo, que es el «octavo día», querido por la Santísima Trinidad a través de la obra del Verbo encarnado, muerto y resucitado. El Papa Juan Pablo II demostró en varias ocasiones que ya antes, durante su vida, y especialmente en el cumplimiento de la misión de Sumo Pontífice, se encontraba de alguna manera sumergido en esta dimensión espiritual.

Su pontificado, en su conjunto y en muchos momentos específicos, se nos presenta como un signo y un testimonio de la Resurrección de Cristo. El dinamismo pascual, que ha hecho de la existencia de Juan Pablo II una respuesta total a la llamada del Señor, no podía expresarse sin participar en los sufrimientos y en la muerte del divino Maestro y Redentor. «Es cierta esta afirmación --afirma el apóstol Pablo--: Si hemos muerto con él, también viviremos con él; si nos mantenemos firmes, también reinaremos con él» (2 Timoteo 2, 11-12).

Desde niño, Karol Wojtyla había experimentado la verdad de estas palabras, al encontrar en su camino la cruz, en su familia y en su pueblo. Muy pronto decidió llevarla junto a Jesús, siguiendo sus huellas. Quiso ser un servidor fiel suyo hasta acoger la llamada al sacerdocio como don y compromiso de toda la vida. Con Él vivió y con Él quiso morir. Y todo esto a través de la singular mediación de María santísima, madre de la Iglesia, madre del Redentor íntima y realmente asociada a su misterio salvífico de muerte y de resurrección.

En esta reflexión evocativa nos guían las lecturas bíblicas que se acaban de proclamar: «¡No tengáis miedo!» (Mateo 28, 5). Las palabras del ángel de la resurrección, dirigidas a las mujeres ante el sepulcro vacío, que acabamos de escuchar, se han convertido en una especie de lema en los labios del Papa Juan Pablo II, desde el solemne inicio de su ministerio petrino. Las repitió en varias ocasiones a la Iglesia y a la humanidad en el camino hacia el año 2000, y después al atravesar aquella histórica etapa, así como después, en la aurora del tercer milenio. Las pronunció siempre con inflexible firmeza, primero enarbolando el báculo pastoral coronado por la Cruz y, después, cuando las energías físicas se iban debilitando, casi agarrándose a él, hasta aquel último Viernes Santo, en el que participó en el Vía Crucis desde su capilla privada, apretando entre sus brazos la Cruz. No podemos olvidar aquel último y silencioso testimonio de amor a Jesús. Aquella elocuente escena de sufrimiento humano y de fe, en aquel último Viernes Santo, también indicaba a los creyentes y al mundo el secreto de toda la vida cristiana. Aquel «No tengáis miedo» no se basaba en las fuerzas humanas, ni en los éxitos logrados, sino únicamente en la Palabra de Dios, en la Cruz y en la Resurrección de Cristo. En la medida en la que iba desnudándose de todo, al final, incluso de la misma palabra, esta entrega total a Cristo se manifestó con creciente claridad. Como le sucedió a Jesús, también en el caso de Juan Pablo II las palabras dejaron lugar al final al último sacrificio, la entrega de sí. Y la muerte fue el sello de una existencia totalmente entregada a Cristo, conformada con Él incluso físicamente con los rasgos del sufrimiento y del abandono confiado en los brazos del Padre celestial. «Dejad que vaya al Padre», estas palabras --testimonia quien estuvo a su lado-- fueron sus últimas palabras, cumplimiento de una vida totalmente orientada a conocer y contemplar el rostro del Señor.

Venerados y queridos hermanos: os doy las gracias a todos por haberos unidos a mí en esta misa de sufragio por el amado Juan Pablo II. Dirijo un pensamiento particular a los participantes en el primer congreso mundial sobre la Divina Misericordia, que comienza precisamente hoy, y que quiere profundizar en su rico magisterio sobre este tema. La misericordia de Dios, lo dijo él mismo, es una clave de lectura privilegiada de su pontificado. Él quería que el mensaje del amor misericordioso de Dios alcanzara a todos los hombres y exhortaba a los fieles a ser sus testigos (Cf. Homilía en Cracovia-Lagiewniki, 17 de agosto de 2002).

Por este motivo, quiso elevar al honor de los altares a sor Faustina Kowalska, humilde religiosa convertida por un misterioso designio divino en la mensajera profética de la Divina Misericordia. El siervo de Dios Juan Pablo II había conocido y vivido personalmente las terribles tragedias del siglo XX, y se preguntó durante mucho tiempo qué podría detener al avance del mal. La respuesta sólo podía encontrarse en el amor de Dios. Sólo la Divina Misericordia, de hecho, es capaz de poner límites al mal; sólo el amor omnipotente de Dios puede derrotar la prepotencia de los malvados y el poder destructor del egoísmo y del odio. Por este motivo, durante su última visita a Polonia, al regresar a su tierra natal, dijo: «Fuera de la misericordia de Dios, no existe otra fuente de esperanza para el hombre» (ibídem).

Demos gracias al Señor porque ha entregado a la Iglesia este servidor suyo fiel y valiente. Alabemos y bendigamos a la Virgen María por haber velado incesantemente sobre su persona y su ministerio para beneficio del pueblo cristiano y de toda la humanidad. Y mientras ofrecemos por su alma elegida el Sacrificio redentor, le pedimos que siga intercediendo desde el Cielo por cada uno de nosotros, por mí de manera especial, a quien la Providencia ha llamado a recoger su inestimable herencia espiritual. Que la Iglesia, siguiendo sus enseñanzas y ejemplos, pueda continuar fielmente sin compromisos su misión evangelizadora, difundiendo sin cansarse el amor misericordioso de Cristo, manantial de verdadera paz para el mundo entero.

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